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Los supervivientes debieron retirarse
al interior de la ciudad para ocupar y
defender otros edificios.
El motivo de la maniobra republicana
fue intentar que las fuerzas nacionales
desistiesen de su previsto ataque a
la capital de España, Madrid, aunque
con este mismo fin el general Vicente
Rojo tenía al menos dos ideas más
de ataque de diversión: realizarlo por
Huesca o por Extremadura.
Cuando se produjo la ofensiva y el círculo
alrededor de la ciudad se cerró,
las llamadas urgentes de auxilio lanzadas
desde el ya sitiado Teruel tuvieron
poco eco. Sí que fueron en su ayuda
algunas unidades que estaban al
norte de la zona, pero sin éxito.
El tiempo era horrorosamente frío.
Las temperaturas descendían hasta
los 18 grados bajo cero. La nieve, la
niebla y el viento castigaban a los mal
uniformados y abastecidos soldados
de los dos ejércitos. Las congelaciones,
los pies, maltrechos de pisar continuamente
agua y barro, llamados
pies de trinchera, y otras enfermedades
diezmaban las filas. Los depósitos
de combustible de los vehículos y
carros de combate, así como sus motores,
fallaban continuamente. El ganado
sufría y moría.
Finalmente, ante las llamadas de Rey
d’Harcourt y del peligro de caída de
Teruel, el mando nacional concibió
planes de operaciones para rescatar
a los asediados, aunque pensaba
que Teruel iba a ser otro Oviedo
u otro Alcázar de Toledo. Por eso no
se tomaron las cosas con mucha celeridad.
La mayoría de los vecinos de la ciudad,
así como los soldados que sobrevivían
a los ataques a los edificios
que conformaban la defensa interior,
se refugiaron en los dos principales
baluartes: el Seminario y la Comandancia,
mandados respectivamente
por los coroneles Barba y Rey d’Harcourt.
La población civil que se había
mantenido en sus casas fue evacuada
a la retaguardia republicana conforme
la capital era ocupada.
La lucha en el interior fue muy violenta.
Se combatió calle por calle, casa
por casa y habitación por habitación,
cuerpo a cuerpo o, peor, cadáver contra
cadáver. La artillería republicana,
los cañones de los carros rusos y la
dinamita de la «guerra de minas» destruían
paredes y edificios. No importaba
que en los sótanos de los dos baluartes
miles de civiles lucharan por
aguantar. Luchaban por conservar la
vida, la suya y la de los cientos de heridos
y enfermos que se hacinaban en
los subsuelos. Comiendo nada, bebiendo
hasta el agua de los radiadores
e intentando curar entre desgarradores
quejidos a los heridos sin medicamentos,
gasas ni medicinas.
La lucha en el
interior fue muy
violenta. Se
combatió calle
por calle, casa por
casa y habitación
por habitación,
cuerpo a cuerpo
o, peor, cadáver
contra cadáver
Así pasaron la Nochebuena, la Navidad,
la Nochevieja y el Año Nuevo,
entre escombros y explosiones, pero
sin reblar en su empeño de mantener
la moral. El obispo de Teruel, monseñor
Polanco, celebró la Santa Misa del
Gallo y se oyeron en la ciudad algunos
villancicos saliendo de los sótanos de
los edificios.
El avance nacional, al mando, entre
otros, de los generales Varela y Aranda,
consiguió llegar hasta darse casi
la mano con los sitiados del Seminario.
Pero una orden les hizo dar media
vuelta a los que ya habían empezado
a levantar la moral de los sitiados.
Nadie entendía qué había ocurrido,
pero cumplieron las órdenes.
Este hecho sobrevino sobre las 5 de
la tarde del último día del año 1937,
curiosamente cuando los atacantes
republicanos habían entrado en pánico
y habían huido de la ciudad dejándola
vacía. Al atardecer empezó
a nevar de una forma inusitada, a la
par que oscurecía, y reinaban el frío y
la noche en el teatro de operaciones
turolense.
Sin embargo, el mando republicano,
al darse cuenta de su fallo, ordenó
a sus tropas volver a sus posiciones
abandonadas y al combate.
Teruel, que podía haber sido rescatado
esa Nochevieja, hubo de esperar
hasta el día 6 de enero, que fue ocupada
por la República. Seis días más
de agonía, sufrimiento y muerte.
El día 5 de enero los defensores no
podían aguantar más. Apenas tenían
municiones, el socorro no llegaba y
los heridos y enfermos aumentaban
sin cesar. Los republicanos atacaban
todos los edificios donde presumían
que estaba el enemigo. Los
muertos tenían que enterrarlos los
nacionales de noche en no se sabe
dónde, o los acumulaban en los sótanos.
El coronel Rey d’Harcourt
negoció con sus atacantes una salida
de los maltrechos, a la vez que
meditaba hacer una de dos cosas: o
romper el cerco los que pudiesen o
rendir la Comandancia. El mando republicano
había dado un ultimátum
a los defensores.
El coronel reunió a sus jefes y oficiales,
la mayoría heridos, y comentaron
qué hacer. Hubo una votación y ganaron
los que preferían la rendición de
la posición. Intentar romper el cerco
era un suicidio, recordaban las bajas
de Belchite, y se optó por la rendición.
El teniente auditor de Teruel Miguel
Castell, del Estado Mayor del coronel
Rey d’Harcourt, dio forma oficial
al acta de rendición de todos los mandos
que habían participado en la reunión
firmaron. El acta, que ilustra este
trabajo, se ha conservado intacta en el
tiempo gracias a la familia del coronel.
Rey d’Harcourt, después de firmarla,
dijo a su mujer, Leocadia Alegría, que
se encontraba entre los civiles escondidos
en los sótanos: «Voy a cometer
el acto más heroico de mi vida, me voy
a rendir», y advirtió a sus captores que
no fusilasen a nadie más que a él.