de memoria sus respectivos sectores
del frente, entremezclados con
jóvenes soldados que aportaban la
savia nueva y un entusiasmo que en
los veteranos se había convertido en
escepticismo. Eran grupos muy ágiles,
poderosamente armados para el
combate cuerpo a cuerpo —un fusil,
un cincho cargado de bombas de
mano, cizallas y útiles de mango corto
para romper las líneas de alambradas—
y poco más. La aviación, a su
vez, sería empleada por vez primera
de forma coordinada en apoyo cercano
de la infantería, sustituyendo al
apoyo artillero de piezas de grueso
calibre que hasta entonces había predominado
(el fuego de los cañones
cesaba muy pronto para evitar causar
bajas propias entre las filas que hubiesen
alcanzado las trincheras contrarias).
No se descartaba el uso de
gases tóxicos, paralizantes, con objeto
de desconcertar al enemigo en los
primeros compases de la ruptura.
Lo que Ludendorff dibujó en un papel
de Estado Mayor, Jünger lo vivió —y
narró— así en el capítulo «Mi último
asalto» de Tempestades de acero:
«—Tengo que darles una grave noticia,
y es que atacamos. Habrá una
preparación artillera de media hora y
a las siete nuestro batallón se lanzará
al ataque…—.
Hicimos algunos comentarios acerca
de la orden y tras un enérgico apretón
de manos salimos deprisa hacia donde
estaban nuestras compañías… Informé
46 / Revista Ejército n.º 938 • junio 2019
a los jefes de sección de la orden y
mandé que la compañía formase.
—Los pelotones, en columna de a
uno, separados por una distancia de
veinte metros…—.
Una buena señal del espíritu que aún
seguía vivo entre nosotros fue que me
vi obligado a decidir quién se quedaría
atrás para informar a la cocina de
campaña sobre el lugar en que estaríamos.
Nadie se ofreció voluntario».
Tempestades de
acero contiene
una reflexión
moral sobre el ser
humano puesto
en el borde de la
experiencia vital