Comandante Rivera
Escena uno. Zaragoza 1987.
Asesinato en atentado terrorista de
ETA
Una fría y gris mañana de enero el comandante
de Ingenieros Manuel Rivera Sánchez se dirigía
con otros militares y civiles a la Academia General
Militar de Zaragoza, donde estaba destinado
y mandaba una Compañía de Caballeros Cadetes
de 2º curso. Un zarpazo criminal segó su vida
junto con la del conductor del autobús en el que
se dirigía a la Academia. Era el jefe de compañía
del autor de este artículo.
Su ejemplo como persona y como ofi cial del
Ejército fue breve para los que servimos bajo sus
órdenes. Esta brevedad no mermó ni la intensidad
ni el indeleble sello que aún perdura en los
ahora veteranos ofi ciales de aquella promoción,
fogueada como pocas, premiada con los puestos
en primera línea y visitada por la muerte con
demasiada frecuencia.
No importa. Sabemos el valor del sacrifi cio
porque el comandante Rivera nos inculcó unos
preceptos morales con los que nos animó a vivir
la milicia con plenitud, sin renunciar a nada y
buscando los lugares de mayor riesgo y fatiga. Estoy
convencido de que los avatares y vicisitudes
de esa promoción no hubieran sido los mismos si
no nos hubiera preparado para ello nuestro jefe,
nuestro líder, y si ese día, que todos recordaremos
siempre, no nos hubiera dado la lección fi nal del
sacrifi cio supremo de su vida.
Recuerdo con claridad y precisión
la rabia y el desasosiego. La
incertidumbre inicial, la sensación
de ser vulnerable. Las lágrimas frías
y amargas. Las miradas perdidas y
huérfanas de respuestas.
Aquel día un puñado de jóvenes
inmaduros pero trabajadores y
sobrios como pocos, alcanzamos
a conocer la realidad de la vida y
de la muerte. Fuimos conscientes de
que la vida militar es dura y de que
nada es gratuito. Que el odio irracional
de unos malnacidos que mancillan
la noble tierra vasca, era algo
más que el titular de un periódico.
Aquel día nuestras miradas perdieron
la ingenuidad de la infancia
y se mostraron aceradas y limpias.
Aquel día nuestros corazones desbordaron
de lealtad al jefe caído y
de fi delidad al juramento que habíamos
hecho meses antes.
Aquel día sellamos un inconsciente
pacto con el jefe, que acababa
de entregar la vida a su Patria, para
seguir su ejemplo hasta el fi nal. En
una palabra, aquel día nos hicimos
soldados.
Escena dos. Bosnia 1993.
Muerte de dos compañeros
Los compromisos de España en la escena
internacional desde la incorporación de nuestro
país a la OTAN primero y a la Unión Europea
después, llevaron a los diferentes gobiernos a
desplegar unidades militares en diversos lugares
del mundo. Primero ofi ciales que hacían de observadores
militares en misiones de ONU en África
o Centroamérica y, a partir de 1992, unidades
completas con el despliegue de una Agrupación
de La Legión en Bosnia. Las unidades de La Legión,
la élite del Ejército español, desplegaron en
los Balcanes para integrarse en una misión de la
ONU. Unidades entrenadas para participar en
combates de muy diversa naturaleza participaron
en una «Operación de mantenimiento de la
Paz», lo que supone un reto de adaptación hacia
otra forma de hacer las cosas en una guerra en
la que no se es beligerante… es la paradoja de
los cascos azules, asumir grandes riesgos sin tomar
partido por ningún bando.
Una mañana primaveral, una sección española
estaba desplegada en la ciudad bosnia
de Mostar, ciudad entonces dividida, cuyo barrio
musulmán estaba asediado. Su misión era
el abastecimiento a un hospital que intentaba
hacer su trabajo en unas condiciones precarias
apenas aliviadas por el esfuerzo multinacional.
El jefe de esa sección, el teniente Arturo Muñoz
Castellanos, cayó abatido por la explosión de
46 Armas y Cuerpos Nº 145 ISSN 2445-0359