López Aguilar Muñoz Castellanos
que lo encontramos. Habíamos salvado la vida
de un hombre único e irrepetible y desde entonces
nuestras vidas, aún jóvenes, ya estaban de
alguna forma amortizadas para siempre ya que
cualquiera de nuestras vidas vale lo mismo que la
de cualquiera de los que tengamos que proteger,
con la diferencia que los militares, en el comienzo
mismo de su vida castrense ofrecen su vida a su
patria, concepto que adquiere un sentido pleno
cuando se materializa en una persona, compatriota
o, incluso, como en este caso, un extranjero
a quien teníamos la obligación de proteger.
¿En qué consiste la excepcionalidad
militar?
Existe una generalizada incomprensión sobre
la naturaleza del pensamiento militar, sobre las
motivaciones y sobre la «locura» de jurar dar la
vida por unos valores colectivos.
Es un debate un tanto larvado, rara vez manifestado
por comunicadores o políticos salvo
con ocasión de que la muerte se haga con los
titulares de actualidad. Es esta una controversia
relativamente moderna que surge en las acomodadas
sociedades occidentales, presas de un
hedonismo automatizado que acaba por ocultar
una necesidad, apenas percibida, de seguridad
colectiva. Necesidad de la que nadie dudó en
las playas de Normandía pero que es permanentemente
cuestionada hoy en día desde cualquier
sofá con cobertura WiFi de banda ancha.
Los sentimientos descritos en la larga exposición
previa a esta conclusión aparecen sólo
cuando el riesgo es inminente o al menos así percibido.
Los ciudadanos de la frontera este de la
República Federal Alemana en los años cincuenta
del pasado siglo, por ejemplo, tenían seguramente
una mayor concienciación para asumir
sacrifi cios que los actuales.
De la misma forma, ante la amenaza de una
pandemia, real pero difícilmente perceptible
salvo por los medios de comunicación o por las
experiencias de terceros, hace que los militares
desplegados en España para la operación Balmis
arriesgaran su vida de forma muy diferente a la
que tenían interiorizada en sus cientos de horas
de instrucción y adiestramiento contra un enemigo
tangible, feroz, metálico, visible. Es necesaria
una rápida adaptación cuando se contribuye
a la lucha contra una amenaza silente, invisible,
pero no menos letal de lo que podría ser un regimiento
de carros del Ejército Rojo o un comando
terrorista. Sin embargo, el militar arriesga y gana.
Gana aunque pierda su vida porque sabe que
su lucha es justa, que su esfuerzo merece la pena,
que la vida del muchacho que está tumbado en
el sofá o la del anciano que agoniza en la UCI
vale exactamente igual que la suya, con la diferencia
que él tiene el deber de protegerles y
lo hace sin recurrir a planteamientos de orden
material, sin hacer cuentas o balances de rentabilidad.
Aquí sólo vale la moral, la satisfacción
del deber cumplido, que no es otra cosa que el
honor. Por eso el militar hace de su vida un constante
e inestable equilibrio entre el sacrifi cio que
le demanda su honor y el materialismo al que le
arrastra la sociedad. Ha sido siempre y así será
por muy tecnifi cados que sean los sistemas de armas
o por muy insidiosa, invisible o imperceptible
que sea la amenaza.
El militar no es un suicida potencial, ni un desequilibrado
que busque afanosamente el riesgo
o una segregación extrema de adrenalina. Muy
al contrario, como dijo Chesterton el verdadero
soldado no lucha porque odie lo que tiene delante,
sino porque ama lo que deja detrás, su familia,
sus compañeros, sus tradiciones o los desconocidos
que forman también parte de su existencia.
Ama la vida, la belleza y todo lo que ella representa
y lo hace apasionadamente.
El verdadero militar trata, con difi cultad, de
distinguir en «el enemigo», ese conjunto indefi nido
e impersonal, al hombre que tiene enfrente,
48 Armas y Cuerpos Nº 145 ISSN 2445-0359