lelos: uno conservador, radicado en Ciudad de México, y otro liberal, instala-do
en Veracruz.
La coyuntura, lejos de mejorar, alcanzó momentos de máxima tensión
cuando Isabel II, en el discurso de apertura de las Cortes pronunciado el 1 de
diciembre de 1858, prestando voz al general Leopoldo O’Donnell, presidente
del Consejo de Ministros y director de hecho de los designios del país, amena-zó
con el inicio de un conflicto armado entre ambas naciones, amenaza que
llegó a adquirir visos de realidad con el envío desde Cuba de una escuadra de
guerra a la costa mexicana:
«He adoptado todos los medios compatibles con la dignidad nacional para
evitar que llegue á turbarse la paz entre dos países unidos por vínculos fraternales;
pero si contra mis deseos y esperanzas no se obtiene de las negociaciones pacífi-cas
pronto resultado, emplearé los recursos ya preparados para apoyar mis recla-maciones
con tanto vigor y energía como fue mi moderación y templanza en el
largo período de las contestaciones suscitadas con el Gobierno de Méjico. Algunos
buques de la escuadra reunida en la Habana han salido ya para situarse en el río de
Tampico y en las aguas de la isla de los Sacrificios, con el fin de proteger los inte-reses
y la vida de mis súbditos»1.
No obstante, las conversaciones diplomáticas llevaron finalmente a la
firma, en septiembre de 1859, del tratado de Mon-Almonte2, que evitó
momentáneamente una intervención en México. Ante la resolución de la
disputa, OʼDonnell «inventó» –en palabras de Galdós– la guerra de África,
que fue declarada el 22 de octubre de ese mismo año. Realmente, los objeti-vos
en México y en África eran los mismos: lograr la unidad nacional, conso-lidar
el dominio de las colonias3, recuperar para España el estatus de potencia
entre las naciones europeas y soterrar los problemas internos del país4.
Finalizada la contienda en Marruecos, O’Donnell, tras ceñirse los laureles
de la victoria y recoger muestras de júbilo a lo largo del país, volvió a dirigir
la mirada hacia el Caribe, y vio otra vez en México la oportunidad de «desviar
o diluir tentaciones belicistas internas»5, al tiempo que daba un paso más en su
(1) Biblioteca del Congreso de los Diputados, Diario de Sesiones, 1 de diciembre de
1858, p. 2.
(2) «Tratado para el arreglo de las diferencias entre España y Méjico, firmado en Paris á
26 de Septiembre de 1859». Una copia del documento puede leerse en el Archivo del Museo
Naval de Madrid (AMNM), Ms. 1264, f. 306/17.
(3) En especial Cuba, y sobre todo, salvaguardar los intereses esclavistas antillanos.
(4) Sobre el tema resulta recomendable la obra del profesor INAREJOS, Juan Antonio:
Intervenciones coloniales y nacionalismo español. La política exterior de la Unión Liberal y
sus vínculos con la Francia de Napoleón III (1856-1868), Sílex, Madrid, 2007.
(5) ALEJANDRE SINTES, L.: La aventura mexicana del general Prim (1861-1862), Edhasa,
Barcelona, 2009, p. 107. No hay que olvidar que el problema carlista seguía vigente, como
demuestra la intentona de abril de 1860 en San Carlos de la Rápita (Tarragona), donde el gene-ral
Ortega, capitán general de Baleares, aprovechó la oportunidad de que la mayor parte del
Ejército estaba en Marruecos para sublevarse contra Isabel II junto al conde de Montemolín,
pretendiente carlista a la corona de España.
Año 2021 SUPLEMENTO N.º 34 A LA REVISTA DE HISTORIA NAVAL. Núm. 154 11