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Se trataba, según reflejan los textos
que nos han llegado, de un hombre
de «mediana estatura, fuerte y erguido,
rostro agradable, grandes
ojos y vivos, pelo laso, ceniciento,
la boca sensual, bigote partido a la
usanza de la época, barba rapada,
excepto bajo el labio y en la punta,
que crecía larga y espesa; un poco
socarrón el gesto, a guisa de soldado
viejo, y una fisonomía alegre,
que se hacía ceñuda y fiera cuando
la cólera presagiaba justicias»7. Un
retrato al que habría que añadir que,
aun habiendo pasado la barrera de
los cincuenta, aparentaba ser un
mozo por su buen porte y sus excelentes
cualidades ecuestres. Se trataba
de un soltero convencido que,
no obstante, admiraba a las mujeres,
a las que consideraba la obra
más perfecta de Dios.
TERCIOS ESPAÑOLES.
SOLDADOS DE ABSOLUTA
CONFIANZA
Una vez que las tropas españolas
entraron en Portugal, la oposición
a Su Católica Majestad de los partidarios
del prior de Crato fue rápidamente
sofocada, con lo que
la campaña se dio por concluida.
Esta, aunque de corta duración, había
dejado a los soldados de los tercios
en gran penuria y con escasos
medios para atender a sus heridos
y enfermos, razón por la que el general
en jefe, Sancho Dávila, no dejaba
de mandar cartas a la corte de
Madrid. En ellas explicaba la patética
situación y agradecía las diligencias
y ayudas que las clases elevadas
portuguesas, especialmente el
alto clero, habían dispensado a sus
hombres, distinguiendo particularmente
al obispo de Braga.
Pero nadie recibió más alabanzas
por la ayuda a los soldados menesterosos
que el obispo de Sevilla. El
maestre de campo así se lo hizo saber
a su majestad mediante una misiva
en la que, no obstante, se quejó
de la labor que, a falta de enemigos,
los soldados españoles tenían que
realizar. Se trataba de buscar monjas
para devolverlas a sus conventos
siguiendo las órdenes recibidas de
la corte de Madrid. Y es que, aprovechando
la llegada de las tropas
españolas y con la excusa del temor
a los riesgos de la guerra, muchas
monjas huyeron de sus monasterios
para luego no volver, especialmente
las novicias. La queja de Sancho Dávila
a su rey contenía este elocuente
párrafo: «… y hacémoslo tan mal
que ya son tres los capitanes que
han pedido licencia para casarse
con novicias, y otros tres que se metieron
a frailes; aunque de aquestos
no me extraña, que todos estamos
aquí sin un real y tan muertos de
hambre que yo no sé qué tenga que
hacer …».
La carta está conservada en el Archivo
de Simancas. Es de justicia
decir, y así lo aseveraba el general,
que no se conoció ningún caso en el
que soldado alguno faltara al respeto
y decoro que toda mujer merece.
Estos eran el talante y la conducta
de aquellos soldados, que los hicieron
acreedores de tal confianza,
nunca quebrantada.
LA TENTACIÓN VIVE
ENFRENTE
Fue este un asunto que, como tantos
otros, confesaba a su fiel escribano,
que cierto día se atrevió a comentar
cómo don Sancho «se deshace en reverencias
cada vez que monta a caballo
y le hace dar piruetas y corcovos en
honor y gloria de cierta vecina, ciertamente
bella, cuya presencia en la
ventana no falta en cuanto percibe en
la calle piafar de corceles y el redoble
de los tambores de la guardia de vuesa
merced»8.
El maestre, un poco azorado y muy
molesto, no entendía qué relación podía
tener la bella vecina de enfrente con
la torpeza de sus soldados para encontrar
arrepentidas y devolverlas a los
monasterios. Lo que no sabía era que
la dama en cuestión, hija de don García
Sarmiento de Sotomayor, poderoso
noble portugués y gran amigo suyo
y de España, era una novicia fugada.
Felipe II