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un mundo globalizado, donde internet
ha eliminado las fronteras físicas y ha
permitido a los terroristas trascender
desde su ámbito regional o local hasta
otro de carácter individual, «más recóndito,
íntimo y secreto, pero igualmente
letal»3 y que no pocas veces
se encuentra situado al otro lado del
globo terráqueo, las dificultades de la
empresa son harto complicadas.
Y es que las posibilidades que han
otorgado internet y las redes sociales
a las organizaciones terroristas
son incuestionables. No solo les han
permitido fragmentar su autoridad y
su capacidad de decisión y facilitar su
financiación, sino, sobre todo, difundir
tanto su mensaje ideológico entre
los potenciales reclutas como sus acciones
de violencia extrema y de terrorismo
hiperbólico4. El máximo anhelo
de estos actos, siempre acompañados
de una más o menos elaborada
propaganda, es infundir el miedo y el
terror; un terror, no olvidemos, al que,
debido a la deshumanización de las
víctimas y la carencia de frenos morales
por parte de muchos terroristas,
que no dudan en despreciar su propia
vida para masacrar a la población, la
sociedad occidental no estaba acostumbrada,
ni siquiera los propios profesionales.
La reflexión que hacía al respecto el
sargento José Manuel Escamilla, veterano
miembro del Grupo de Acción
Rápida (GAR) de la Guardia Civil, cuya
experiencia en la lucha contra el terrorismo
doméstico fue aprovechada,
junto a la de otros compañeros, en la
operación Resolución Inherente5, resulta
elocuente: «Los procedimientos
de ETA no tienen nada que ver con los
yihadistas y tampoco el entorno. En
términos humanos, aquí el precio del
atentado es muy bajo, no les importa
inmolarse»6. En definitiva, se trata
de una nueva forma de terrorismo en
la que, como acertadamente apunta
Federico Aznar, oficial de la Armada y
analista principal del Instituto Español
de Estudios Estratégicos (IEEE),
«el valor de cada acción no lo mide el
número de muertos que provoca o sus
efectos materiales; el criterio definitivo
de valoración se establece en términos
de impacto mediático primero
y psíquico después»7.
Ante este tipo de terrorismo, ¿realmente
son las FAS, organizadas e
instruidas para una guerra convencional,
una de las herramientas fundamentales
para combatirlo? ¿La acción
armada y la ocupación de un país
que alberga o auspicia el terrorismo,
cuando este existe, son realmente la
solución al problema? Quizá, en un
primer momento, el empleo de aquellas
puede trasladar a la opinión pública
una sensación de seguridad y una
determinación para acabar con el problema,
pero, en realidad, la actuación
militar no resuelve las causas que provocan
el conflicto. De hecho, la que el
general británico Rupert Smith denomina
«guerra en medio de la población
»8, en la que los terroristas se
encuentran enmascarados y amparados
en su entorno social, provoca
en demasiadas ocasiones los contraproducentes
daños colaterales,
una circunstancia que retroalimenta
su discurso victimista, condiciona la
opinión pública internacional, aumenta
el coste político y, en definitiva, empeora
el problema en lugar de resolverlo9.
La historia reciente está llena
de ejemplos que prueban este aserto.
Además, no siempre hay un territorio
que liberar. En verdad, para la mayor
parte de los terroristas resulta más
sencillo y menos arriesgado actuar y
difundir su credo ideológico que conquistar.
Es preferible, en suma, defender
un espacio inmaterial que poseer
una determinada zona geográfica,
donde se hacen visibles y pueden ser
derrotados. Esto pasó con los talibanes
en Afganistán, cuando decidieron
abandonar sus primigenias motivaciones
nacionalistas de lucha contra
el invasor extranjero para comenzar a
patrocinar acciones terroristas y dar
cobijo a organizaciones como Al Qaeda.
Otro ejemplo similar fue el autoproclamado,
en 1999, Estado Islámico10,
que cambió su estrategia terrorista y
decidió ocupar territorios a partir de
2014. Desde ese momento, dichas
organizaciones se convirtieron en un
objetivo visible, lo que facilitó tanto la
eliminación de sus principales vías de
financiación como el uso del mayor potencial
militar de sus adversarios.
En todo caso, el ejército no puede
considerarse la única herramienta
capaz de acabar con un determinado
régimen terrorista. No es un problema
militar. Obviamente, como advierte
el profesor Aznar (2015), este «se
encuentra resuelto de antemano por
el manifiesto desequilibrio de fuerza».
En este sentido, el propio autor arguye
que Occidente ganaría una guerra
planteada en términos de subsistencia,
donde la eficacia propia de contiendas
convencionales prevaleciera
sobre la eficiencia esgrimida actualmente
en cualquier operación bélica,
en la que los objetivos son planteados
en función de los costes económicos,
políticos y sociales. La dificultad, por
tanto, no radica en la conquista militar,
sino en ganar la paz, y la herramienta
militar, en estos casos, «lo único
que permite es aplazar el conflicto
real»11.
¿Cómo actuar entonces para solucionar
un problema que no es militar, sino
cultural e ideológico? La experiencia
ha demostrado recurrentemente que
el procedimiento que más garantías de