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Rechazaba regresar al convento, a lo
que su padre, por cumplir los deseos
de la niña, había accedido contraviniendo
los deseos del rey de prestar
asistencia a los prelados en el cometido
de restitución de monjas.
Pensativo quedó don Sancho, pues
el conflicto sentimental que se le presentaba
atormentaba su conciencia.
Por un lado, estaba su simpatía por
el hidalgo lusitano; por otro, el cumplimiento
de las órdenes de su rey. Y,
entre ambos, la imagen de una mujer
joven y bella… y una risible diferencia
de edades.
UNA REYERTA CALLEJERA
Cierta noche, ya después de cenar,
nuestro protagonista se disponía a
acostarse cuando, de pronto, el silencio
de la calle quedó roto por el
alboroto de un altercado, el ruido del
entrechocar de aceros y un grito de
dolor. Con lógica rapidez, la guardia
dio la voz de alarma, y Sancho Dávila,
que no era hombre de esperar noticias,
empuñó su espada y se lanzó a la
calle al tiempo que los espadachines
se perdían en la oscuridad. En el suelo,
con el pecho ensangrentado, yacía
don García Sarmiento. Su herida presagiaba
lo peor. Los soldados de la
guardia tomaron al herido y lo subieron
a su casa, donde lo acostaron con
gran cuidado entre el llanto de su hija
y los gritos del ama.
Un viejo soldado, experimentado en
estas situaciones, lavó y vendó la herida,
y don García, recobrando el aliento,
se dirigió a don Sancho con estas
palabras, en la creencia de que estaba
a las puertas de la muerte: «Dejo a mi
hija sola en el mundo, rodeada de peligros
y aborrecimientos. Yo os pido en
caridad que la guardéis bajo vuestra
protección y cuidéis de su hacienda,
que es mucha y por eso más en riesgo.
Si me lo prometéis moriré tranquilo»9.
¿Qué podía hacer nuestro buen soldado
en tal situación sino jurar por
su honor que guardaría a su hija, tal
como se le pedía? Salieron todos despacito
y en la alcoba quedó el herido
junto con su hija, que, a los pies de la
cama, rezaba con recogimiento. Preocupado
también marchó don Sancho,
sin una clara idea sobre cómo cumplir
el juramento hecho. Pero el ama, que
por proximidad y confianza conocía el
pensamiento de la joven doncella, le
aconsejó al maestre de campo desposarla
78 / Revista Ejército n.º 971 • marzo 2022
para guardarla mejor: «No
lo digo a humo de pajas, sino con su
conque, y al buen entendedor huelgan
las explicaciones».
UN DIFÍCIL DILEMA
No hubo necesidad de proteger y amparar
a la joven huérfana, pues el hidalgo
portugués, gracias a la primera
cura del viejo soldado y a los muchos
y buenos cuidados de su hija y de su
ama, pudo restablecerse. Durante su
convalecencia, recibía con frecuencia
la visita de don Sancho, con lo que la
amistad que ya existía entre ambos
se fue estrechando cada vez más. Y
ya no solo era la niña la que se asomaba
a la ventana cada vez que oía el
piafar de los caballos y el fragor de los
Antonio Prior de Crato
tambores, también don García, con
grandes muestras de cariño y confianza.
Esta situación agraciada no hizo, sin
embargo, que don Sancho dejara de
sentir que no estaba cumpliendo con
su deber. La bella hija de don García
había huido de su convento, y no
llevarla de vuelta suponía faltar a la
lealtad y la confianza que el gran duque
de Alba y el rey habían depositado
en él.
Cada vez con más frecuencia recordaba
las palabras que, muy quedas,
le dijo el ama al oído la noche en que
don García fue herido en la reyerta
callejera.
UNA «DURA» PENITENCIA
Los días pasaron y una tarde, después
de un arduo trabajo, nuestro