494 dosier ejercicio Red Flag
taban y analizaban los resultados, uno de los pilotos del
equipo rojo se levantó en el auditorio para reclamar el derribo
revista de aeronáutica y astronáutica / junio 2021
de uno de nuestros queridos Dumbos. Los parámetros
de disparo parecían correctos y le iban a adjudicar su
triunfo cuando un joven teniente, piloto de uno de aquellos
toscos A-10 Thunderbolt, alzó su voz reclamando el
segundo exacto del supuesto ataque. Tras confirmarlo
anotaría que, anteriormente, él habría puesto al atacante
en su punto de mira y conseguido disparar contra él. Tras
verificar las imágenes y asignarle el derribo, como si se
tratase de un rodeo los presentes, no menos de quinientas
personas, comenzarían a vitorear, silbar y aplaudir su
acción. El cazador había resultado cazado. David contra
Goliat. Estaba clara la lección: el que se despista un momento
lo paga.
Pero los cazas no constituían la única amenaza. Los
helicópteros se mostraban como un enemigo terrible.
Ocultos tras cualquier montículo, aparecían de repente.
En estos casos la formación se rompía inmediatamente
para aumentar las posibilidades de escape, a la
vez que se iniciaban continuos subibaja para dificultar
su puntería, intercalándolos con roturas a ambos lados.
En una salida, tras completar el lanzamiento programado,
ya en la ruta de escape un Dumbo sería sorprendido
por un Mi-24 Hind que apareció de la nada y le
cerró el paso. Tras una serie continuada de agresivas
maniobras para romper el contacto sin conseguirlo,
el Dumbo, como último recurso, pasaría por encima
mientras aquél, encajonado por dos colinas, viraba
para buscar una nueva posición de tiro. El supervisor
de carga, medio en broma medio en serio, aunque por
su tono de voz parecía más bien lo segundo, sugirió
abrir la rampa para tirarle uno de aquellos pesados
calzos de madera con los que se aseguraba el avión
en tierra. Posteriormente, con una cerveza en la mano,
entre risas, la tripulación al completo brindaría por la
ocurrencia.
Los aviones, como hemos visto, en aquellas primeras
participaciones no estaban dotados ni de elementos
de autoprotección ni de navegación adecuados. Tan
pronto reaccionaban a un ataque, y ceñían lo suficiente,
perdían los direccionales, con lo que la única ayuda
a la navegación disponible era la vieja brújula de agua
y el reloj. Como decía un compañero: ¿y para qué más?
¡El que sea piloto que me siga! Pero lo cierto es que no
era sencillo. Se volaba tan pegado al terreno que podía
perderse alguna de las referencias visuales que esperaban
encontrar, especialmente si se había modificado la
ruta sobre la marcha tras un encuentro con el rival. Así
se produjeron un par de incidentes en los que aviones,
en participaciones diferentes, llegaron a sobrevolar mínimamente
la temida caja, la famosa área 51, lo que
suponía la expulsión de la tripulación del ejercicio.
En otra oportunidad una pareja de Dumbos debía
aterrizar en una delgada pista de tierra. Su característica
más notoria era que una de las cabeceras, a modo de
plataforma, estaba asfaltada. Estos aparatos habían sido
atacados en varias ocasiones y, como apuntamos anteriormente,
basaban su navegación en el reconocimiento
del terreno, apoyándose ocasionalmente en el compás.
Llegaron hasta el área en la que debía encontrarse la
pista de aterrizaje. Toda la tripulación, en cabina, se afanaba
en buscarla cuando el navegante, imponiendo su
voz sobre el resto, como si de un antiguo descubridor
se tratase, gritó aquello de «¡pista a la vista!» Un rápida
mirada a la brújula, que no paraba de zarandearse a un
lado y a otro, pareció confirmarlo. Allí estaba la plataforma
y de ella salía una franja que debía ser la pista de
aterrizaje. A escasos segundos de la toma el piloto, con
el rabillo del ojo, se sorprendió al entrever a su izquierda,
perfectamente balizada con estacas rojas, la auténtica
pista. Estaba a punto de hacerse famoso al aterrizar
en una carretera que la atravesaba. Tuvo el tiempo suficiente
de emprender un ligero ascenso mientras comunicaba
a su punto la ubicación exacta. Los dos aparatos,