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No sé cómo muere la gente, los soldados,
me refiero. En mi vida militar,
cercana ya a la extinción, no he visto
la muerte de cerca. La he olido y algún
susto me he llevado, pero siendo
honestos, pasaré por mi carrera militar
concebida para el enfrentamiento
armado si necesario fuere (o más
bien para evitarlo) y no habré visto
ningún caído en combate junto a
mí. Tampoco he tenido que disparar
nunca un tiro contra nadie (y puntería
no me faltaba cuando mis brazos
eran más firmes), aunque sí sé cómo
suenan los RPG contra mi vehículo.
Tengo una idea de cómo lo hicieron
antaño (morir), pues documentos
y relatos no faltan. Por un misterio
singular, se cuentan por miles las
crónicas de hazañas y vivencias pasadas
mientras se hace difícil encontrar
un documento cualquiera
sobre lo que nos está pasando ahora,
día a día. Quizá haya que esperar
a que nos convirtamos en historia.
A pesar de este desconocimiento,
el exhorto a la muerte, a la gallardía
ante la situación en la que todo está
pendiente de desaparecer, es relativamente
fácil para cualquier mando.
Quien más quien menos tiene argumentos
dialécticos y encuentra el
tono de voz adecuado para minimizar
el desenlace final en pro de unos
valores enmarcados en unas frases
normalmente algo repetitivas. Son
repetitivas porque, en realidad, es
difícil encontrar la manera de decir
al «ser vivo» que en breve puede
pasar a «ser muerto» y, ante esa dificultad,
en terreno pantanoso, mejor
acudir a los discursos de eficacia
probada, aunque sea a costa de
nuestro sentimiento personal.
Cuando escucho o leo las glosas de
nuestros laureados en blanco y negro
y miro sus fotos suele sorprenderme
que no tienen el look heroico
de Errol Flynn (gorra ladeada, bigotito
demodé finamente cincelado
y sonrisa que ataca por el flanco),
dispuestos a darlo todo por un
mero convencimiento de valores; el
laureado puede parecer, en su aparente
simpleza, un hombre de campo
cualquiera, un hombre del pueblo
o, quizá un oficial garrido, pero
de aspecto cotidiano sin especial
atractivo facial. «Como valientes lucharon,
como héroes murieron»…,
ellos, nuestros antepasados, con
los que compartimos profesión.
Supongo que unos sí y, con su aspecto
de gente corriente y su bigote
sin cincelar, lucharon valerosos
y heroicos; otros, seguramente, no
tanto. Pero la mayor parte murieron
en circunstancias que pocos les reconocieron.
Y ese escaso reconocimiento
de su acción, de su valor más
que probable, no fue mayor porque
a su alrededor no había nadie más
que un compañero preparado para,
quizá, correr la misma suerte pocos
instantes después y, si alguien más
había, no estaría el tema como para
andar tomando notas para un relato
final.
La mayor parte de nuestros muertos
militares dejaron sus vidas en las
trincheras, en los asaltos, víctimas
de la metralla, en sus carros de combate
o enredados en la alambrada,
pero solos. Lo hacían solos porque
vivían solos. Cada hombre conocía a
una centena de seres humanos, quizá
algo más, pero no tenían amigos
virtuales, ni nadie decía «me gusta»
a las fotos que publicaba a los cuatro
vientos para que el mundo entero,
amigos o no, tuvieran acceso
a los entresijos de su vida, de sus
vacaciones, de los logros de sus niños,
de sus cumpleaños...