publicidad recibida quirúrgicamente
que sabe de nuestros intereses y
deseos, de tenebrosas inteligencias
artificiales… Es el objetivo de la compañía
permanente, por seres físicos
con sus fémures y sus carótidas, sus
líquidos linfáticos y sus vísceras o, si
no es el caso, por seres virtuales que
nunca nos abandonan, que nos conocen
mejor que los compañeros del
colegio… Pero acompañados, al fin y
al cabo.
El temor a morir y la actitud ante la
muerte, por tanto, tienen que ver con
la tenencia. El que poco tiene, poco
teme. «Murió dejando mujer y cinco
hijos», no es lo mismo que «murió
con su mascota al pie de su cama» o
«murió dejando 5000 seguidores en
Twitter». Nuestra cultura de la muerte
no termina de aceptar este hecho
natural y en todos los casos llora con
desconsuelo irreparable la familia del
fallecido. Al pensar anticipadamente
en «ella» imaginamos el sufrimiento
de los que nos añorarán; a más número
de seres queridos, más cantidad
de añoranza. Ahora todos somos
personajes públicos, todos estamos
permanentemente rodeados de sujetos
que nos siguen, que nos sonríen,
se carcajean con nuestro ingenio con
lágrimas en los ojos, nos guiñan el ojo
traviesos o nos inundan de corazones
que espolean nuestra vanidad y narcisismo.
Pero Narciso murió contemplándose
en las aguas reflectantes,
enamorado de su propia belleza y rechazando
a la ninfa Eco, no en un acto
de entrega basado en el valor. Sucede
entonces que son demasiadas las cosas
que dejamos atrás, pero encarar la
muerte, intuyo, implica no mirar lo que
se deja impulsado por los reaños para
adoptar una actitud sólida en un momento
en el que todo es líquido, todo
se desvanece.
Las redes sociales son un instrumento
fantástico. Nos unen, nos sociabilizan,
nos acompañan, nos ayudan a
encontrar a gente que creíamos perdida,
nos permiten interactuar, opinar…
Sí… E insertar supuestas emociones
poco sinceras, lanzar mensajes tan
breves que nunca profundizan, polarizarnos
sin pensamiento crítico, escondernos
en anonimatos para atacar
con crueldad, ser incapaces de
salir de las burbujas del echo chamber
que nos protegen con círculos de
opiniones coincidentes y que cada
vez nos hacen más insoportables las
disidentes. Caemos en la trampa de
abandonar la prudencia política que
exige nuestra profesión, de ser víctimas
8 / Revista Ejército n.º 964 • julio/agosto 2021
de obvias manipulaciones de
guerra híbrida, de perder la capacidad
de concentración y de reflexión pausada
y, todo eso, atenta contra nuestra
propia esencia militar.
Profesionales del ramo aseguran que
«hay que estar ahí», en las redes, porque
es lo que pide el siglo como medio
de comunicar, de hacerse ver, de
llegar a un amplio público… Quizá sí,
pero el verbo estar nunca ha sido adecuado
para la vanguardia. La innovación
requiere del verbo ser. No se trata
de participar en el sistema porque el
mundo entero esté inmerso en él, sino
de ser lo que consideremos que, honestamente,
tenemos que ser. Las redes,
como casi todo en sus principios,
son buenas en su esencia y definición,
pero no en su abuso y exclusividad.
Llegaron las redes y nos abotargaron
el intelecto, nos limitaron la capacidad
de redacción, el pensamiento crítico,
la elaboración de ideas. Llegó la primacía
de la imagen sobre el contenido,
la carrera por la inmediatez como
objetivo, las disputas institucionales
sobre delimitaciones de responsabilidades,
la dificultad para escribir más
de tres líneas incluso a los seres queridos.
Llegó lo que no es nuestro y lo
acogimos con candor. Existe un síndrome
de Alicia por el cual el afectado
distorsiona los tamaños y lo pequeño
se ve grande y viceversa, como si hubiese
mordido la galleta «cómeme».
Las redes distorsionan, nos hacen
ver lo pequeño, el detalle efímero de
lo que apenas durará más de un día y
perder de vista lo importante, lo grande,
lo que en realidad tenemos que
decir, lo que es connatural a las Fuerzas
Armadas. Los ejércitos no son inmediatos,
son trascendentes, hablan
de valores que no se pueden explicar
en pocos caracteres, no buscan el reconocimiento
inmediato cuantificado
en el número de pulgares satisfechos.
Los ejércitos no viven de la instantánea
fugaz, no necesitan ir trastabillados
a retaguardia de las tendencias,
pero este vórtice de reconocimiento
por la causa-efecto inmediato (como
le ocurre al soldado) les llega también
a las instituciones, que, velis nolis, sucumben
al encanto de la moda.
«Ser» es lo que nos debe llevar a ocupar
el puesto que deseamos en la sociedad,
en la comunicación, en lo que
realmente sentimos como nuestro,
en contraposición al efecto que este
desenfreno tiene en nuestros propios
valores. Valores… Tanto hablamos de
ellos que, posiblemente, no nos hemos
dado cuenta de que cada uno
de nosotros enumeraría unos distintos
como principales (Groucho podría
suscribir esta idea) y difícilmente los
describiríamos.
El temor a morir
y la actitud ante
la muerte, por
tanto, tienen
que ver con la
tenencia. El que
poco tiene, poco
teme
La historia en la que nos educaron, en
la que seguimos educando, tiene que
ver con el ser (permanente) y poco con
el estar (temporal, incluso fugaz). La
historia en la que nos educaron trataba
de la capacidad de dar un paso al
frente en un terreno minado de peligros;
de ser capaz de morir anónimo,
de arrancarse de cuajo el recuerdo de
lo que nos emociona y afrontar lo desconocido,
cuando es lo desconocido
lo que nos va a arrancar de este mundo.
Y será la vida real, la de los seres
humanos tangibles, la de los que se
tocan, se hablan, se comunican, se
sienten, se expresan, se escriben, la
que nos lleve a esa capacidad extrema
con mayor entereza y desapego. Será
la recuperación del origen lo que nos
haga, esencialmente, volver a poder
llevar hasta el extremo el fundamental
de los valores, el único jurado: darlo
todo, hasta la última gota.
Porque el hombre, por antropología
parda, formó sociedades que le
protegían del exterior, de su debilidad
morfológica frente a los grandes