ALA FIJA EMBARCADA:
¿QUIMERA O NECESIDAD?
Federico SUPERVIELLE BERGÉS
AS aeronaves de ala fija embarcadas constituyen la
seña de identidad de las grandes marinas de guerra.
Los portaviones y sus alas aéreas otorgan un halo de
prestigio a los países que los operan y, no menos
importante, una considerable capacidad de disuasión
que, muy posiblemente, en muchos casos excede las
capacidades en sí mismas.
España ha contado con aviación de ala fija
embarcada desde el año 1976, cuando los primeros
Harrier AV-8S comenzaron a operar desde el Déda-lo.
Una década después, la entrada en servicio del
Príncipe de Asturias y los AV-8B supuso un im-portante
paso adelante, afianzado con el programa
AV-8B Plus desde 1995. Finalmente, el LHD Juan
Carlos I —aunque «no es lo mismo nuestro
Juan Carlos I, un buque polivalente cuyo papel principal es el anfibio, que
los grandes portaviones americanos» (1)— ha permitido mantener la capaci-dad
de operar desde la mar a la Novena Escuadrilla de la Flotilla de Aerona-ves
de la Armada (FLOAN).
Tras décadas de servicio, los Harrier encaran sus últimas horas de vuelo
e, incluso prolongando su vida más allá de lo que prevén sus otros usuarios
—USMC y Marina Militare—, si España quiere mantener esta capacidad, ha
llegado el momento de pensar en su relevo. Solo hay una alternativa al
Harrier: el F-35B Lightning II de Lockheed Martin, único avión del mundo
capaz de despegue corto y aterrizaje vertical.
(1) RODRÍGUEZ GARAT, Juan: Manual del usuario de la Armada Española. Fundación
Alvargonzález, Gijón, 2019, p. 137.
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