A estas alturas, justo antes de los
años setenta del siglo xix, tenemos a
Rusia fuera de los Dardanelos, como
querían los británicos, y además ofendida
y desconfiando de los imperios
centrales; a Francia crecidísima tras
su intervención en Italia, que le daría
como pago la Costa Azul —aunque
entonces no se llamaba así— y la
Saboya francesa, hoy imperio del turismo
invernal francés, lo que dejaría
cabreada a toda Europa, incluidos los
italianos; al otro lado del canal, a un
Imperio británico en su «espléndido
aislacionismo», que consistía en dedicarse
a crecer desaforadamente en
las colonias e inmiscuirse exclusivamente
en aquellos asuntos europeos
que podían afectar a la supremacía de
su flota imperial. Fue entonces cuando
se acuñó aquello de la «pérfida Albión
», que dura hasta hoy, pero con
mucho menos brillo, quitando el de la
melena de Boris Johnson.
Vino a continuación, en 1866, la guerra
fratricida entre Austria y Prusia,
que casi todos esperaban que se llevaría
la primera, pero, para sorpresa
de la mayoría y en un visto y no visto,
vencieron las armas prusianas,
dirigidas por un inmenso Helmuth von
Moltke, lo que daría como resultado
la retirada de Austria de Alemania, la
anexión por parte de Prusia de la mayoría
14 / Revista Ejército n.º 972 • abril 2022
de Estados alemanes —incluido
el recién adquirido Schleswig-Holstein—,
la sumisión a Berlín del resto
de Estados alemanes y la comprensión
para las demás potencias europeas
de que lo que imperaba ya no
era el concepto de equilibrio de poderes,
sino la realpolitik, es decir, una
versión actualizada de la raison d’état
del cardenal Richelieu que, por lo visto,
solamente Napoleón III pareció no
aquilatar en su total dimensión, para
su desgracia.
Francia, viendo el París del barón
Haussmann, parecía ir a tope, aunque
la operación expansionista en México
hacía poco que había terminado en
desastre y fusilamiento imperial en junio
del 67 por orden de Benito Juárez,
acto que daría para que Édouard Manet
se luciese con un cuadro, El fusilamiento
de Maximiliano, que recuerda
llamativamente a los fusilamientos de
nuestro sordo universal; por otro lado,
el canal de Suez se inauguraría a finales
del 69. El caso es que Napoleón,
que había reorganizado el Ejército
—supuestamente para su mejora— y
estaba preocupado por los tres Estados
alemanes del sur, los últimos libres
del poder de Bismarck, andaba,
como era su costumbre, a la búsqueda
de una fiesta que distrajese a los
republicanos franceses y ello le vino
inopinadamente de la mano del general
Prim, que andaba buscando en
España un príncipe que conviniese a
la corona del país y había pensado en
alguien de la casa alemana de Hohenzollern,
algo inaceptable para el apasionado
Napoleón, que no tuvo mejor
ocurrencia que exigirle al rey de Prusia
la renuncia pública de su sobrino. Vamos,
un «ultimátum», palabra de desafortunados
ecos, que llevaría a la famosa
guerra franco-prusiana.
En el plano militar, aun con la supuesta
modernización francesa, no había
color. Von Moltke volvería a dar muestras
de su genio militar, pero, además,
Prusia ya avanzaba en la Segunda Revolución
Industrial y sus materiales,
ferrocarril, telégrafo y fusiles de aguja
eran muy superiores. El resultado fue
que los prusianos entraron en París
tras derrotar a Napoleón en Sedán en
Cocina de campaña alemana (Feldküche Hf. 14) en donde se preparaban las raciónes de marcha (Marschverpflegung)