La policía y el personal de seguridad inspeccionan los restos de un proyectil en una calle de Kiev
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uso masivo de misiles «Stinger», obliga
a la aviación rusa a utilizar bombas
de caída libre, con mayores efectos
colaterales sobre la población.
No puede negarse que Putin actuó
con cierta sagacidad, adelantándose
a la Organización del Tratado del Atlántico
Norte, cuando justo después
de apoderarse de una parte del territorio
ucraniano, como es Crimea, se
quejaba cínicamente de que si Ucrania
entrara a formar parte de la OTAN
podría «atacar» (en realidad «recuperar
») aquella península con el apoyo
de todos sus miembros…excusa perfecta
para tratar de evitar su ingreso
en la Organización a toda costa.
Algo parecido hizo en Dombás. Apoyándose
en la población rusa de la
zona, generó unas rivalidades que
estallaron en enfrentamientos entre
el gobierno regional y la insurgencia
paramilitar pro-rusa, a la que dio asistencia
de todo tipo, para acabar infiltrando
a sus tropas en un conflicto de
«falsa bandera» con las autoridades
de Kiev; lo que de nuevo le ha servido
como perfecta excusa para realizar
una «intervención especial» —según
él— que en realidad ha devenido
invasión en toda regla. Todo el relato
con que se ha ido erigiendo como defensor
de los supuestamente maltratados
rusos de Dombás, refiriéndose
a los ucranianos con términos como
«nazis y drogadictos», no es más que
parte de la campaña de desinformación
que desde hace ya muchos años
opera desde el Kremlim, antaño con el
diario Pravda y recientemente con las
publicaciones Sputnik o Russia Today.
La prohibición de estos dos medios
y sus subsidiarios en la Unión Europea,
que por fin empieza a funcionar
como tal (con la adhesión de países
no miembros y tradicionalmente neutrales),
así como el veto de Google y
otras plataformas a la monetización
de anuncios de medios rusos en su
buscador y, no menos importante,
los ciberataques de Anonymus y grupos
de Telegram a diversas webs gubernamentales;
van a suponer que el
presidente ruso esté ya recibiendo la
misma medicina que él ha ido dispensando
durante años (Brexit, referéndum
ilegal en Cataluña, etc.).
Curiosamente, es Rusia la que más
está sufriendo este capítulo de la guerra
híbrida que creía haber inventado
Gerasimov y que no es más que una
moderna reproducción de la estrategia
de Trosky. Al menos desde el lado
de la propaganda y los ciberataques,
Putin está perdiendo ante el mundo
una batalla que creía tener ganada de
antemano. Es más, el problema que
debe afrontar es que retirar ahora a
su ejército sería considerado como
una derrota; pero cuanto más tarde
en hacerlo, más crecerá el malestar
en Rusia y su población se sentirá más
castigada en todos los sentidos. A la
redacción de este texto, la solución ya
no parece depender solo de su voluntad,
sino que sus tropas parecen tan
colapsadas que carecen de capacidad
para continuar sus ataques con
eficacia pero también de retirarse de
forma segura y ordenada.
Por supuesto que, por una parte, Putin
ha restringido el control de la información
en el interior de Rusia con medidas
extremas; pero si al aislamiento
internacional impuesto a su población
se añade el del propio gobierno ruso,
en plena era de las comunicaciones,
sin duda la medida va a hacer mella
en la moral de una población de nuevo
abierta al mundo durante treinta años,
tras setenta de autismo soviético.
Todo esto preocupa al autócrata y
mucho, como lo muestra el acto multitudinario
con que celebró el octavo
aniversario de la invasión de Crimea.
Hasta ahora estábamos acostumbrados
a ver a un Putin cruzando una
puerta y saludado marcialmente por
un par de miembros de su guardia
con uniformes de época que recuerdan
al «soldadito de plomo», o sentado
en su despacho, o sentado en el extremos
de una larguísima mesa; pero