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A finales de agosto, Portolá se hizo
a la mar desde un puerto mexicano
en una balandra y una lancha con el
equipaje junto con dos franciscanos
—fray Francisco Palou y fray Juan Ignacio
Gastón—, un capellán —el bachiller
Pedro Fernández— y varios dragones
y migueletes con su alférez. La
travesía fue muy difícil a causa del mal
tiempo, por lo que tuvieron que dar la
vuelta, aunque lo intentaron otra vez a
principios de octubre.
Nuevamente, el convoy estuvo formado
por una balandra y una lancha en la
cual se embarcaron los franciscanos
de la provincia de Jalisco, quienes relevaron
temporalmente a los fernandinos
en las misiones californianas.
Portolá, acompañado del capellán
Pedro Fernández y cincuenta dragones,
se hizo a la mar en la balandra y
logró alcanzar el sur de la península
de la Baja California el 2 de diciembre
tras cuarenta días de navegación,
por lo que decidieron desembarcar en
San José del Cabo y no seguir hasta
Loreto, como era su intención. La lancha,
con los franciscanos y otros soldados,
sufrió más dilaciones, pues no
llegaron a la península hasta semanas
más tarde.
El viaje hasta Loreto tuvo que hacerlo
por tierra, lo que sirvió para que Portolá
y sus soldados comprendieran
que el rico país que se imaginaban
desde el continente era una pobre y
desolada península. En su camino hacia
Loreto, sede del Gobierno, Portolá
visitó el real de Santa Ana y la misión
de la Pasión: durante el resto del viaje
no encontró otro lugar para descansar.
Las jornadas eran más largas de lo
habitual y los matorrales y espinas del
camino destrozaron las vestiduras de
los dragones, quienes llegaron a Loreto
exhaustos y harapientos.
El gobernador arribó a Loreto el 17 de
diciembre de 1767 y puso rápidamente
en ejecución las medidas que
le fueron ordenadas en la instrucción
virreinal, comenzando con la más importante
y delicada —la expulsión de
los jesuitas—, la cual llevó a cabo con
tan sumo tacto y diplomacia que le valió
el agradecimiento del provincial de
la orden.
Posteriormente, acometió la revisión
de las cuentas del presidio. Envió al
virrey una lista provisional en la que
manifestaba la existencia de 76 378
pesos y 7 reales. Portolá escribió al
virrey Croix el mismo día de la partida
de los jesuitas, comunicándole que
todas las diligencias se habían practicado
con la mayor tranquilidad del
territorio.
Convertido ya en la máxima autoridad
de la península, el gobernador tuvo
que abordar el abastecimiento de grano
y otros productos. Se encontró con
serias dificultades al percatarse de los
enormes límites de una gobernación
desconocida en gran medida por la
metrópoli, por lo que hubo de improvisar
en numerosas ocasiones debido
a que no contaba con precedentes ni
órdenes concretas del virrey. Portolá
era militar de carrera, pero no se le
otorgaron las facultades necesarias
para organizar un territorio tan particular
como California, amén de no
contar con el apoyo de otros oficiales
reales o letrados que le ayudasen en
tan compleja tarea.
En tal situación, poco después de llegar
a Loreto y tras comprobar la falta
de suministros que había en el almacén,
Portolá ordenó que se trajese de
las misiones cercanas carne y harina,
comunicando así mismo al virrey que
dos meses después se carecería de
muchas cosas necesarias para la tropa
y los vecinos. Existía, además, una
alarmante falta de grano y solicitaba
por ello que fuesen enviadas desde
Sonora quinientas fanegas de maíz
debido a los numerosos viajes de las
embarcaciones y la llegada de varios
grupos de frailes y soldados. Portolá
era consciente de que el auxilio del
maíz sonorense era vital para la alimentación
bajo californiana y, aunque
en abril llegaron trescientas fanegas
de ese producto, el previsor militar recomendó
al virrey que se tuviesen mil
fanegas todos los años para el mes de
octubre, aprovechando algunos viajes
de soldados a las costas mexicanas
para que volvieran cargados de trigo.
Entretanto tuvo que resolver el problema
de la administración de las
antiguas misiones jesuitas ante la
tardanza de la llegada de los franciscanos,
que debían hacerse cargo de
ellas. Se vio obligado a nombrar a varios
comisionados —principalmente
soldados— para que se encargasen
de elaborar los inventarios de todos
los establecimientos misionales y cuidasen
de sus indios, dándoles los alimentos
que acostumbraban a entregar
los jesuitas en tanto no llegasen
los franciscanos. El sistema debía de
funcionar de forma tan correcta que,
cuando estos finalmente llegaron, lo
hicieron con la orden del virrey de encargarse
de lo espiritual, pero no de lo
logístico, lo cual quedaría en manos
de Portolá, que celebró esta medida
con la siguiente misiva al virrey:
En mi antecedente avisé a vuesa excelencia
que había puesto en las misiones
administradores, que son soldados
de la Compañía, los mismos que
tenían las misiones de escolta, que
son muy legales y a propósito para el
intento, y celebro en este punto haber
acertado.
Finalmente, los fernandinos, encabezados
por fray Junípero Serra, llegaron
el 1 de abril de 1768 y el nuevo
gobernador pudo centrar su atención
en el aspecto militar. En las instrucciones
que llevaba se le ordenaba
que realizase una inspección de la
Compañía de California e invitase a
sus miembros —unos sesenta hombres—
a adherirse a sus fuerzas. Sin
embargo, nuevamente se impuso la
realidad californiana y el capitán catalán
no pudo llevar a cabo el encargo
virreinal, sino que, por el contrario,
tuvo que esperar a la llegada del
visitador Gálvez para reformar el peculiar
sistema militar californiano, si
bien la adaptación al medio de estos
últimos era tan eficaz y acertada que
los nuevos contingentes continentales
y europeos tuvieron que adoptar
sus tácticas para poder sobrevivir en
la Baja California.
Ya durante la citada marcha entre San
José del Cabo y Loreto la tropa de
Portolá había sufrido las dificultades
del camino al no encontrar lugar de
abrigo alguno durante nueve jornadas
y acabar con la ropa destrozada.
En consecuencia, Portolá recomendó
al virrey que se mantuviesen tanto
la paga como el «modo que tenía de
guarnecer las misiones dicha compañía
». El soldado californiano debía
protegerse con las famosas «cueras»
y, para realizar su servicio con eficiencia,
«más ha de tener de vaquero que
de soldado».