guiados por uno de los cuatro brazos
que salen del centro de esa vía: el
«brazo de Cruz Centauro». No podía
tener mejores credenciales este camino
del sancti Jacobi.
Casi todos lo pueden terminar gracias
a la información que les proporciona
el Libro de las peregrinaciones
del Códice Calixtino del monje Aymeric
Picaud, escrito en el siglo xii, que,
por deferencia al apóstol, se atribuye
al papa Calixto II.
A todos esos jinetes nunca les fueron
entregados antes de partir los útiles
del peregrino después de bendecir
cada prenda, como antaño era costumbre;
aun así, llevaban consigo la
escarcela para la comida, el bordón
para las caminatas y la defensa, la calabaza
para el agua, el sombrero para
el sol y la esclavina para el frío y el mal
tiempo. En un Pater noster cruzaban
el Summus Portus (Puerto de Somport)
y, por el Camino Aragonés, llegaban
hasta Pontem Regine (Puente
la Reina) para enlazar con el Camino
Francés. Siempre observados por
unos simpáticos caballos gallegos,
llegaban al «monte do Gozo», calculada
altura para divisar las agujas de la
catedral, donde descansaban su vista
sobre Santiago, a la que llegaban en
pocos golpes de bordón para recoger
su «compostela» y disfrutar de esa
ciudad taciturna, de plazas recogidas,
campanarios agudos y color verde
musgo. Y como nos contaba Cervantes:
«Aquí yace el caballero / bien
molido y mal andante / a quien llevó
Rocinante / por uno y otro sendero».
Pero sigamos con nuestro patrón.
54 / Revista Ejército n.º 976 • julio/agosto 2022
Por su hagiografía, sabemos que Jacob
era violento, agresivo. Creía en la
lucha; era un fanático y muy pronto
se emocionaba con las cosas, se entregaba
de manera activa en los movimientos
sociales y políticos. De hecho,
era un zelote, igual que Barrabás,
y fue el primer apóstol en dar la vida.
Santiago fue condenado a muerte y
decapitado por orden del rey de Judea
Herodes Agripa I. Por este dato
se puede fechar su muerte entre los
años 41 y 44, pues fueron los años en
que Agripa I fue rey de Judea. (Los zelotes
formaban un partido de patriotas
judíos. Su movimiento comenzó
con Judas de Galilea en los días del
gobernador Quirino como una oposición
clandestina al poderío romano).
Pero, siempre que hablemos de Santiago,
hay que hacerlo también de su
caballo.
Sabemos que el caballo de Santiago,
aunque no tenga nombre, no era
de madera, como el de Troya que nos
describe Homero en su Ilíada, sino de
carne y hueso. Tampoco era de salón,
como el de Calígula, sino de batalla y
netamente castrense. El tordo del patrón,
al clavar los cascos en la hierba,
no era como el de Atila, más bien era
símbolo de redención y vida. Si la yegua
Babieca, al compás de su trote,
fue ensanchando Castilla, el caballo
del alférez mayor dilataba la región y
el reino de Dios, y, si la carroza y los
caballos del profeta Elías eran de fuego,
nuestro caballo también, porque
sobre él cabalgaba un rayo: «El señor
sant Yago, el Hijo del Trueno».
En el Apocalipsis de san Juan hay otro
famoso pasaje en el que aparece otro
caballo, diferente a los cuatro símbolos
más terribles de la mitología humana:
«Y vi el cielo abierto, y de aquí
un caballo blanco, y el que montaba
es el que se llama fiel y veraz, que juzga
y pelea con justicia», lo que demuestra
que también en la mente de
san Juan casi convivían los tres protagonistas
de la vida y de la historia:
Dios, el hombre y el caballo.
Para mí, por encima de todos los caballos,
hay uno blanco, que como dice
Botín: «En el cielo vive y en el cual
está montado reglamentariamente
el apóstol Santiago». Nacido y criado
en España, en las proximidades de
Apóstol Santiago. Óleo de José Cusachs 1898.
Museo Academia de Caballería. Valladolid