TEMAS GENERALES
permitiendo al fin el fondeo de la expedición en la Primera Angostura. En
cuanto quedaron firmes las áncoras, Elcano mandó a Urdaneta con un destacamento
en ayuda de los desgraciados supervivientes de la Sancti Spiritus. El
joven ayudante, convertido en teniente habilitado, viviría así la primera gran
aventura de su existencia, de cuatro días de duración, en la que según el
mismo confiesa pasó tanta sed que llegó a beber su propia orina. Por fin llegó
al paraje donde había naufragado la Sancti Spiritus, cuyos náufragos tuvieron
que añadir a la alegría de su llegada la entrada casi triunfal en el Estrecho de la
Santa María de la Victoria, seguida de la San Gabriel y el patache Santiago.
Pero Loaysa continuó navegando hasta el lugar donde se hallaba fondeado Elcano,
tomando de nuevo el mando de la expedición al completo.
A pesar de que Loaysa era hombre sensato y comedido, no dudó en reprochar
a Elcano por haberle esperado frente a las costas del Brasil cuando debió
seguir camino hacia el Estrecho, como hicieron la capitana y la San Gabriel.
No sabemos cómo tomaría el piloto mayor este «tirón de orejas», que respaldaba
implícitamente el criterio de Rodrigo de Acuña (capitán de la San
Gabriel, que ya se había revelado proclive al motín) por encima de Elcano,
que no hizo otra cosa que apoyar de continuo a su superior como mejor supo.
Este tipo de reproches son mejor en privado. Veremos cómo agradecería
Acuña a su jefe que le diera la razón.
Acto seguido, Loaysa entregó a Elcano el mando de las Parral, San
Lesmes y Santiago —es decir, ambas carabelas y el patache— para volver a
rescatar a los náufragos del Sancti Spiritus. Y mientras el piloto mayor llevaba
a cabo su comisión felizmente a pesar del nuevo temporal que dispersó su
flotilla e hizo temer por la Parral y el patache (que se tuvieron que refugiar en
sendos riachuelos), la Santa María de la Victoria, ya tocada en su proa por un
abordaje previo a la Parral en el Atlántico, a pesar de sus cinco anclas garreó
como la Sancti Spiritus de Elcano sobre tierra, deshaciéndose el codaste y la
popa. Cuando llegó Elcano junto a la San Gabriel, Acuña opinó que la capitana
no tenía salvación y había que abandonarla; a diferencia de Elcano, que
puso a todos los carpinteros a trabajar consciente del valor del mayor buque
de la flota.
Mientras en esto se hallaban Loaysa, Elcano y Acuña, el espíritu de la traición
fraguaba en la flota en recuerdo del malhadado Esteban Gomes. Pedro de
Vera, que en la Anunciada fue expulsado dos veces del Estrecho (una de ellas
con Elcano a bordo), empezó a desobedecer las órdenes, y el 10 de febrero por
la tarde, según Urdaneta, «desapareció y nunca más le vimos». Al fin se había
consumado la inevitable deserción que los mandos temieron desde el inicio,
dejando en la estacada a todos sus compañeros. La hasta entonces con suerte
nao Anunciada se fue por voluntad propia y nunca más fue vista por mortal
alguno.
No sería la única desertora. Parcheada la capitana Santa María de la Victoria,
Loaysa y Elcano decidieron dar marcha atrás, regresando a la bahía de
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