TEMAS GENERALES
Es una escena rigurosamente real, narrada amargamente por el propio
Elcano en una carta a su hermano Martín acerca del naufragio del último bajel
que mandó, perdido en el fondeadero de las Once Mil Vírgenes, en la entrada
al cabo de Hornos. Pero, hasta llegar a este momento dramático, la expedición
al mando de Loaysa pasó por otras muchas peripecias: se había determinado
partir esta vez de La Coruña, donde se construyeron tres de las siete naos,
procediendo el resto de las gradas de Portugalete, en Vizcaya. Las más grandes
eran la capitana Santa María de la Victoria, de 360 toneladas (al mando
del propio Loaysa); la Sancti Spiritus, de 240, a cargo de Elcano; la Anunciada,
de 204, con Pedro de Vera al frente, y la San Gabriel, de Rodrigo Acuña,
con 156 toneladas. Aparte de estas, constaron en la flota dos carabelas aparejadas
como naos —la Santa María del Parral, de Manrique Nájera, y la San
Lesmes, de Francisco de Hoces, ambas de menos de 100 toneladas— y el
patache Santiago, de solo 50, al mando de Guevara.
Zarparon de La Coruña el 24 de agosto de 1525 y llegaron a las Canarias
sin mayores dificultades. Elcano debía de tener muchas ganas de volver a la
mar porque, después de su llegada a Sevilla en septiembre de 1522, las solicitudes
de Carlos V no habían cesado: le mandó acudir a su presencia en Valladolid
con dos lugartenientes escogidos (el piloto Francisco Albo y el barbero
Hernando de Bustamante); tras la escueta narración del periplo circunnavegatorio,
el monarca, emocionado, le concedió escudo de armas, una pensión
vitalicia de 500 ducados y el célebre globo terráqueo con la inscripción
Primus circumdedisti me. Pero no todo fueron rosas: poco después, Pigafetta
pedía audiencia real para entregar a Carlos su Diario de la expedición, en el
que dejaba entrever que los supervivientes (18 a bordo de la Victoria, 13 apresados
en Cabo Verde y un número indeterminado de la Trinidad perdidos en el
Pacífico) no eran otra cosa que un hatajo de amotinados contra su excelso
señor, el extinto Fernando de Magallanes.
Elcano tuvo entonces que pasar por una especie de «comisión de investigación
» incoada por el alcalde de la Casa y Corte, Santiago Díez de Leguizamo,
ante el que compareció junto con Albo y Bustamante. El navegante no dijo
otra cosa que la verdad: Magallanes se había comportado como un mando
arbitrario, marginaba a los castellanos frente a sus acólitos portugueses, no
informaba de sus intenciones a los capitanes e ignoró de principio a fin todas
las instrucciones de Carlos V a la expedición; en suma, «desamparaba a la
Armada». Tras las declaraciones coincidentes de los lugartenientes, el veredicto
real no pudo ser más favorable, sobre todo teniendo en cuenta que a
Pigafetta le había faltado tiempo para correr con su Diario al rey Juan de
Portugal y a Francisco I de Francia, buscando acomodo «alimenticio», que
encontraría al fin bajo el mando del maestre de la Orden de Rodas, Philippe
de Villiers.
No debió de agradar al rey que la empresa por él patrocinada fuera de
dominio público en toda Europa, con todas sus consecuencias. El veredicto a
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