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revista de aeronáutica y astronáutica / abril 2022
cine, aviación y espacio 331
la mejor forma de enviar soldados al
campo de batalla eran las aeronaves.
Sin embargo, la sorpresa se produjo
en 1940, cuando los aviones alemanes
Ju-52 remolcaron planeadores por primera
vez para lanzar soldados sobre la
fortaleza de Eben-Emael. Tras el éxito de
la operación y su utilización posterior en
la invasión de Creta, los aliados comenzaron
a emplearlos también de forma
masiva. La diferencia, como en tantos
otros aspectos del conflicto, sería el enfoque.
A partir de Creta los alemanes
utilizarían los planeadores como forma
de enviar equipo pesado y vehículos al
frente, mientras que la doctrina aliada
se centró en su utilización como vehículos
de asalto aerotransportado. Dentro
del bando aliado los soviéticos fueron
los peor parados en su uso, debido fundamentalmente
a las limitaciones que
supuso la guerra y a la doctrina militar
dominante.
Sin embargo, británicos y norteamericanos
comenzaron a preparar a los
pilotos de planeadores de forma muy
intensiva. Los británicos empezaron con
el planeador Horsa, con dos versiones
principales, una para enviar 28 soldados
completamente equipados y otra con
morro articulado para transportar vehículos
y cañones; mientras que los norteamericanos
lo hicieron con el Waco,
que tenía capacidad para 15 combatientes.
Al considerar el vuelo sin motor muy
peligroso, se entrenó a los pilotos bajo
el concepto de soldado total, de forma
que pudiesen combatir en las mismas
condiciones que aquellas tropas a las
que transportaban, sin importar su arma.
Por tanto, los pilotos de planeadores
eran personas muy particulares, ya que
se requerían altas dosis de ingenio y una
gran habilidad, además de un temple
muy característico. Aunque se entrenaron
junto a los paracaidistas y adoptaron
algunas costumbres de ellos, los pilotos
de planeadores nunca estuvieron tan
bien considerados. Y ello a pesar de que
volar un planeador no era nada fácil, ya
que se trataban de simples estructuras
de madera y metal con apenas un indicador
de velocidad del aire, un horizonte
artificial, un mando de doble control
y una palanca para soltar el cable de
remolque del avión. Los despegues podían
ser muy problemáticos, ya que a
veces el planeador se elevaba antes que
el avión remolcador, golpeando el primero
sobre el suelo varias veces antes
del despegue final. El vuelo tampoco
estaba exento de riesgos puesto que
debían estar concentrados para mantener
siempre recto el cable tractor para
evitar que se rompiese, amén de las
posibles colisiones con otras aeronaves
cuando se volaba en formaciones cerradas.
La ruptura del cable podía significar
la muerte, sobre todo si ésta se producía
sobre el mar o zonas escarpadas o
de difícil acceso. Y eso sin contar con
que el asalto fuese nocturno, como en
la Operación Husky, donde los pilotos
de planeadores tuvieron que hacer frente
a pésimas condiciones visuales, un
intenso fuego antiaéreo y unos remolcadores
que soltaron a muchos de ellos
de forma prematura o errónea. Debían
guiarse por una brújula y fiarse del planeamiento
previo y de los mapas. Por
último, estaba el aterrizaje, que se realizaba
aproximadamente a 150 kilómetros
por hora, lo que hacía que muchas
veces el planeador quedase destrozado.
Su utilidad caería finalmente en desgracia
tras la guerra al producirse los
avances en los motores de los aviones,
dándoles mayor velocidad y haciendo
que los planeadores se convirtiesen en
reliquias del pasado. n
C.47 remolcando planeadores durante la Operación Overlord.
(Imagen: Smithsonian Air and Space Museum)
Planeador americano Waco. (Imagen:
Smithsonian Air and Space Museum)