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Cuando estaban llegando a su destino,
formaban en escuadrón nuevamente.
El tambor mayor leía los bandos que
o bien el general o bien el maestre de
campo habían dictado con infracciones
por el comportamiento de algún
soldado, si las hubiere. Aparte, comenta
Miguel Ángel García, se señalaba a
la compañía que entraba en guardia.
Se montaba guardia por motivos de
seguridad, además de para «aprender
a ser soldado». La unidad formaba
un pequeño escuadrón, igual que en
combate, con picas y armas de fuego a
los lados. Después, una hora antes del
anochecer, se realizaba el relevo, siendo
el siguiente a la salida del sol.
El autor establece que la formación a la
hora de marchar era muy importante y
que se había aprendido en las guerras
de Italia, pues un ejército desordenado
era un blanco fácil para un enemigo
disciplinado.
En palabras del gran Londoño: «Grandísimo
cuidado se debe tener, en que
caminando el ejército, especialmente
habiendo enemigos cerca, que más veces
se ofrece ocasión de romperle en
el camino, que en escuadrones formados,
en los cuales los soldados están
en orden armados y determinados para
combatir, pero caminando sin gran orden,
muchos no llevan las armas cumplidas,
porque no creen ser necesarias,
y yendo sin pensamiento de pelear, fácilmente
se turban a cualquier incursión
de enemigos, y turbados una vez
difícilmente se ponen en orden»26.
La marcha también servía para inspeccionar
los caminos por los que
había que ir así como el terreno, para
ahorrar tiempos a los soldados y con
ello desplazarse mejor.
5. LA ENCAMISADA
Las encamisadas eran incursiones
nocturnas de los tercios españoles
contra las tropas enemigas; también
hallamos la descripción de «tácticas
osadas» que realizaban los soldados
de los tercios. En resumidas cuentas,
una encamisada era una táctica militar
en la que, según Van den Brule (op.
cit.), los soldados españoles (encamisados)
—que eran unos expertos— se
introducían en la retaguardia enemiga
o en su campamento militar por
sorpresa con la intención de desbaratar
sus planes logísticos y sembrar
el caos, normalmente cuando los enemigos
estaban desprevenidos, es decir,
por la noche o al amanecer.
Estas acciones consistían en pequeñas
escaramuzas mediante reducidos
grupos de efectivos (unos cincuenta
hombres como máximo, dependiendo
de la labor encomendada) que solían
arremeter contra el enemigo para
sabotear sus posiciones, estropear
sus cañones, las fortalezas, las carrozas
con víveres…, además de realizar
robos y saqueos… y acabar con la vida
de cuantos más enemigos mejor. En
estas acciones, los españoles se diferenciaban
llevando puesta una camisa
blanca y solían llevar solamente
daga y espada, aunque algunos soldados
portaban arcabuces por si la
cosa se ponía fea. Solían atacar por la
noche, cuando la tropa enemiga dormía,
para poder hacer el mayor daño
posible, degollar al mayor número de
enemigos en silencio, inutilizar todo el
armamento posible y, solo al retirarse,
incendiar los edificios, tiendas y usar
las armas de fuego que se llevasen27.
Ejemplos de encamisadas se reflejan
en algunas aventuras del capitán Alatriste
de Pérez-Reverte28, así como en
varias batallas reales que dieron tantas
victorias, como en la encamisada
que dio triunfo en Mühlberg, donde
gracias al arrojo de once soldados se
obtuvo una grandísima victoria, o en
el asedio de Breda, donde los zapadores
realizaron un gran trabajo bajo las
murallas, o en Castelnuovo, donde, a
pesar de la derrota final, a punto estuvieron
los nuestros de arruinar los planes
a Barbarroja al adentrarse sucesivas
veces en campamento enemigo y
regar con sangre enemiga el campamento
turco dejando miles y miles de
bajas en estas incursiones.
Por consiguiente, se establece que los
encamisados serán los hombres encargados
de realizar las encamisadas,
como describe Van den Brule (op. cit.,
pp. 109-111) en la defensa de Castelnuovo,
cuando las «temerarias salidas
extramuros de los españoles causaban
estragos —y muchísimas bajas—
entre los enemigos». El mismo autor, al
referirse a la batalla de Mühlberg, hace
hincapié en los encamisados como los
hombres más valerosos de los tercios,
los cuales «te arrasaban el bosque en
un abrir y cerrar de ojos» (op. cit., p.
117). Pocas veces se valora la acción
de una encamisada y de sus ejecutores,
los encamisados; sin embargo, suponen
acciones, como se ha visto, de
vital importancia, ya que estos golpes
de mano surtían un efecto muy positivo
para el ejército de los encamisados,
normalmente los tercios españoles,
debido a que sembraban el pánico
en las filas enemigas aparte de causar
gran número de bajas en ellas29.
Con las encamisadas los soldados
españoles ganaban tiempo, saqueaban,
mataban al enemigo y distraían
su atención. En casi todas las campañas
había alguna acción encamisada.
Así el enemigo combatía el miedo que
provocaba esta situación mientras tenían
los ojos puestos en el frente. En
muchos casos las encamisadas provocaban
la retirada del enemigo o los
diezmaba tanto que cuando este daba
la voz de alarma ya estaban sin efectivos.
Entre sus virtudes destacan el
silencio, la rapidez y audacia, el sigilo
y la paciencia para, de modo coordinado,
entrar en el campamento enemigo
y sembrar el caos aprovechando
que su guardia está desprevenida. Estos
ataques sorpresa eran de los preferidos
por nuestros soldados, pues
se aprovechaba un momento de coyuntura
en el descanso enemigo para
asestar un golpe letal y regresar cuanto
antes a sus posiciones con el cometido
cumplido.
La encamisada se encuadra entre las
típicas acciones que hoy llamaríamos
de ataque o golpe de mano nocturno
y por sorpresa de grupos de soldados
españoles, no muy numerosos,
para hostigar al enemigo, cansarle y
agotarle, mantenerle en tensión y disipar
sus intenciones, sus planes…
Los elegidos para ello eran especialistas
en saqueos, degollamientos, clavar
cañones: gente rápida y sigilosa
que se vestía con una camisa blanca
para diferenciarse. Estas escaramuzas
diezmaban al enemigo y también
le hostigaban favoreciendo un estrés
y agotamiento continuos. Según Van
den Brule (2017), las encamisadas
fueron diseñadas por el gran duque
de Alba a petición del rey, datándose
el primer vestigio en torno a mediados
del siglo xvi en el norte de Francia y
Flandes.