Otra mirada al Cuartel General del Aire
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Jav ier Leralta.
Escritor y periodista.
Especializado en historia de Madrid
La arquitectura no solo nos acompaña desde el nacimiento,
también nos ilustra y puede condicionar nuestras conductas.
Nacemos entre cuatro paredes, bajo el techo de un paritorio,
vivimos en un hogar, estudiamos en un colegio, trabajamos
en un centro con ventanas y luz natural, viajamos para ver un
monumento, paseamos rodeados de construcciones y disfru-tamos
del tiempo libre dentro de un edificio, en un museo o en
un bar de copas acompañados de amigos. Vivimos rodeados
de arquitectura y sin embargo no le prestamos la necesaria
atención, no solo en su aplicación diaria sino en su influencia
emocional. El ser humano aprendió a convivir con el paisaje
dentro de las cuevas donde se refugió y pintó escenas cotidia-nas.
Con el tiempo la arquitectura fue ocupando un lugar más
relevante en la vida de las personas. Se levantaron grandes
pirámides para enterrar riquezas y recordar las grandezas de
los gobernantes; se levantaron acueductos para facilitar una
vida mejor y se construyeron enormes templos para adorar a
los dioses y proyectar poder y sumisión.
La arquitectura siempre ha cumplido la misma función:
adaptarse a las necesidades del hombre para facilitarle
sus sueños. Sueños de todo tipo, tangibles e intangibles.
Y aquí entra en juego el propósito de este artículo: el
Cuartel General del Aire (CGEA) y su relevancia en la vida
de Madrid. Existen varios estudios y una amplia biblio-grafía
sobre este magno edificio, como la publicación de
Francisco José Portela, por lo que poco podríamos añadir
en este trabajo, al estar todo dicho sobre su construcción.
Por ello he querido desviar la atención hacia lo impercep-tible,
lo que realmente representa esta obra arquitectónica
más allá de su función administrativa e institucional. Sobre
todo en el plano urbanístico y su influencia en el planea-miento
de la zona en la que se asienta, el distrito madrile-ño
de Moncloa-Aravaca.
Madrid antes del Ministerio del Aire
Cuando se rompieron las cadenas de la cerca de Felipe
IV a partir de 1868, la ciudad empezó a crecer por todos
los lados menos por poniente debido a la presencia del río
Manzanares, de la Casa de Campo y de la posesión real de
la Florida. A lo largo del último tercio del siglo XIX y primeros
años del XX las construcciones se fueron extendiendo como
un tsunami por el norte, sur y este con el único control de
unos desarrollos urbanísticos poco exigentes. El solar sobre
el que se asienta el CGEA formaba parte del Real Sitio de la
Florida y Moncloa desde finales del XVIII por un capricho de
Carlos IV que quiso crear un pasillo ambiental que uniera el
Palacio Real y El Pardo a lo largo de la margen izquierda del
Manzanares. Hasta ese momento el lugar estaba lleno de
huertas, tierras de labor y casas de campo pertenecientes,
en algunos casos, a la alta nobleza como la duquesa de Alba
o los marqueses de Castel Rodrigo, la familia que vendió las
primeras tierras al monarca, en concreto la finca de la Florida
donde se encontraba la extensa posesión de la Montaña del
Príncipe Pío, origen del barrio de Argüelles.
En este plano de José Pilar (1866) se aprecia la primera fase de la urbanización del barrio de Argüelles y el recorrido del arroyo de San Bernardino, con na-cedero
en los altos de Chamberí. Sus aguas aún recorren el vecino parque del Oeste y es posible que tengan algo que ver con las inundaciones que a veces se
producen en el subsuelo del CGA.