Propaganda de piedra y ladrillo
Así nació la necesidad, el proyecto, y ahora quedaba darle
forma. Y ahí vamos. En este punto es importante hablar
de Ernesto Giménez Caballero (1899-1988), el ideólogo del
Régimen franquista en los primeros años junto a Rafael Sán-chez
114
Mazas (1894-1966), periodista, escritor, académico y
socio fundador de la Falange. Contrario a la arquitectura fun-cionalista
de años anteriores, Giménez Caballero quiso pro-yectar
el ideario político de la dictadura en las obras públicas
del momento para que fueran utilizadas como elementos de
propaganda. No era nada nuevo. Todo gran edificio es en sí
mismo un elemento de transmisión de valores y emociones:
admiración, grandeza, poder, riqueza, fe, odio, belleza, sor-presa,
etc., y el futuro Ministerio del Aire estaba llamado a
ser el edificio escaparate del Régimen, como si se tratara de
un gigantesco anuncio de neón donde se reflejaran los prin-cipios
básicos del nacional-catolicismo.
En esta misma línea de pensamiento, Sánchez Mazas ha-cía
una declaración de intenciones lapidaria: «Defenderemos
las parroquias de aldea con más tesón que las universida-des
». Y el arquitecto y urbanista Víctor D’Ors (1909-1994),
hijo del filósofo y escritor Eugenio D’Ors, ya se había ade-lantado
unos meses antes a los planes arquitectónicos del
nuevo gobierno, y en 1938 pronunciaba estas palabras: «Es
necesario formar una España absolutamente nueva de con-tinente
y de contenido, entroncada exclusivamente con la
vena auténtica de nuestra tradición. Con estilo y aspiración
imperial. Jamás en país alguno, en ninguna época, habrá
basamento con mayor alegría y mayor firmeza el edificio de
su Imperio». Edificio e Imperio, dos palabras que irían de la
mano durante muchos años.
Hay que recordar que la propaganda en los edificios públi-cos
era un método muy antiguo.
Los romanos ya utilizaron las grandes obras públicas, co-mo
los acueductos, para que el pueblo viera la grandeza del
Imperio. Y en nuestro país, Felipe IV destacó por su habilidad
en el uso del marketing de la época y para ello adornó el
Salón del Trono del Palacio del Buen Retiro con lienzos de
sus hazañas bélicas más exitosas, entre ellas Las lanzas de
Velázquez y La defensa de Cádiz de Zurbarán. Y lo hizo para
que los embajadores e invitados extranjeros vieran el pode-río
del reino y la importancia del suelo que pisaban. ¿Y qué
decir de la cara exterior de la Puerta de Alcalá, la que mira al
Parque de El Retiro? Es más rica y muestra mejores adornos
que la interior para que fuera el reflejo del Imperio español:
grandeza, riqueza, poder.
Así pues, cualquier disciplina artística es una magnífica he-rramienta
de propaganda si se sabe utilizar adecuadamente.
Giménez Caballero puso en marcha una retorcida maquina-ria
para relacionar materiales y principios donde la pizarra,
el granito, la caliza, el mármol y el ladrillo tendrían un papel
relevante en cada uno de los elementos clave de las edifi-caciones.
De esta manera el ladrillo debía estar enmarcado
por impostas de piedra natural, no solo para ennoblecer el
edificio sino como lectura política del momento. El ladrillo,
identificado con el pueblo llano, debía aparecer sometido al
granito y a la caliza, materiales nobles que representaban a
las clases burguesas y poderosas.
El entonces consejero nacional de Falange utilizaba
estos términos para explicar la corriente de pensamiento
en esta materia. En sus escritos empleaba palabras co-mo
«encuadramiento, jerarquización, ennoblecimiento,
falangización de la masa roja ladrillar», etc., términos que
definían perfectamente la mentalidad de aquellos primeros
años del Régimen donde «masa roja» y «jerarquización»
cobraban mayor énfasis por todo lo sucedido durante la
guerra. Relacionaba la pizarra con la dinastía de los Aus-tria
o Habsburgo, un referente nacional debido al glorioso
pasado del Imperio español; en cambio, el ladrillo era un
subproducto natural, una mezcla humilde de «tierra, polvo,
marga, pueblo mismo en su lucha secular contra la piedra
dominadora, aria», comentaba Giménez Caballero en sus
apuntes teóricos.
Imaginaba una especie de manual de identidad corpora-tiva
donde la arquitectura recogiera «los principios clásicos
cristianos, catolicistas e imperiales, susceptibles de ser ex-presados
a través de una arquitectura desnuda, masiva y pro-porcional
» y donde la primacía del Estado fuera «la primacía
de lo arquitectónico». Con estas premisas había que ir crean-do
un estilo propio, nacional, una vuelta al pasado, mirando
de reojo a los tiempos renacentistas y neoclásicos de Juan
de Herrera y Juan de Villanueva que tanta fama dieron al
país. Incluso, yendo más allá, un estilo similar al de las gran-des
potencias fascistas del continente, por ello el general
Juan Vigón, propuso a Gutiérrez Soto un viaje por Alemania
e Italia para empaparse de las grandes construcciones ad-ministrativas
con el fin de tomar notas que le pudieran servir
para el proyecto militar. Lo cierto es que aquellos viajes le
sirvieron de muy poco al arquitecto por la indefinición del
encargo oficial y porque ambas naciones se encontraban en
plena guerra mundial y se preocuparon de ocultar las depen-dencias
estratégicas para que no pudieran ser mostradas al
enviado español.
Aun así, la expedición sí contagió a Gutiérrez Soto de algu-nas
ideas que plasmaría en los anteproyectos del ministerio,
incluso el viaje propició la visita a Madrid de Ernst Sagebiel y
Paul Bonatz para echar una mano en el proyecto. El primero
había construido la sede berlinesa de la Luftwaffe, la fuerza
aérea alemana, y era el arquitecto personal del mariscal Her-mann
Goering; y el segundo se había convertido en uno de
los arquitectos más influyentes y respetados de la Alemania
nazi, tal vez el técnico extranjero que proyectó más luz al
trabajo final de Gutiérrez Soto. Bonatz era célebre por algu-nos
de sus trabajos como la Estación Central de Stuttgart,
el Ayuntamiento de Hannover o el Museo de Arte de Basilea.
Su pragmatismo y lógica constructiva seguro que influyeron
en el trabajo definitivo del arquitecto madrileño, especial-mente
en el acabado del pórtico de honor como sostiene
Lluís Domènech en su obra Arquitectura de siempre. Los
años 40 en España (1978).
Después de estos viajes y otro que hizo por el norte de
África, el arquitecto diseñó dos proyectos tal como se lo co-mentó
en 1971 al arquitecto Juan Daniel Fullaondo (Premio
Nacional de Arquitectura): «… al proyectar el Ministerio tuve
grandes dudas, prueba de ello (…) son los dos proyectos
que presenté al general Vigón, entonces ministro del Aire; se
diferenciaban esencialmente en la cubierta escurialense y en
las torres, y un diferente tratamiento de fachadas; a la vista
de estos dos proyectos, el general Vigón eligió sin dudar el
actual, con cubierta de pizarra y los cuatro chapiteles, por
considerar era lo más genuinamente español y madrileño, ya
que, en definitiva, la plaza de la Moncloa con su Ministerio
del Aire, debería ser una muestra de la arquitectura estatal de
aquel momento».
Tampoco era una novedad que las miradas se dirigie-ran
a la arquitectura imperial porque el proyecto de los
Nuevos Ministerios (1934-1936), de Secundino Zuazo y
Eduardo Torroja, tuvo precisamente su punto de partida
en El Escorial como se puede comprobar en la gran lonja
interior. Este ambicioso proyecto sufrió importantes cam-bios
después de la guerra y su finalización se dilató en
el tiempo por varias razones, pero principalmente por la
falta de materiales, una circunstancia que también afectó
al Ministerio del Aire y que explica por qué el inicio de las
obras se retrasó hasta septiembre de 1943, años después
de la aprobación del proyecto. Esta escasez y distribu-ción
irregular de materiales y las prisas por tener edificios
funcionales obligó al Estado a arbitrar la fórmula: «para la
pronta terminación de los Nuevos Ministerios» con el fin de
agilizar la entrega de materiales.