
68 MARGARITA CIFUENTES CUENCAS
de “ánimo permanente”, compartiendo con ellos su misma suerte y los sinsabores
e ingratitudes de la vida en campaña30. Y, en el momento último,
tras la batalla, de la recogida y el cuidado de los heridos31.
La Vivandière de Wagram. Hippolyte Bellange (1862)
30 Además de los naturales sinsabores propios de una vida errante, nómada y llena de inseguridades,
tribulaciones y constantes sobresaltos, estas mujeres sufrían también —cómo
no— las mismas enfermedades que aquejaban al resto de sus “camaradas de armas”,
aunque sin la ayuda y los cuidados del médico del batallón o el servicio sanitario del
regimiento. Para restablecer la salud apenas podían contar con otra cosa que no fuera la
caridad y la compasión de alguna camarada solícita y atenta. Al resto de los habituales
sinsabores de la vida militar tampoco permanecían ajenas. Es más, los sufrían aún con
mayor dureza, por tratarse del elemento aparentemente más débil. El capitán Blaze en
sus memorias relata cómo, en ocasiones, durante una campaña —como fue la de Rusia—
llegaba de improviso una partida de merodeadores o de cosacos y alguna de estas
mujeres era desvalijada. Arrojada en alguna cuneta, en total soledad y desamparo, se veía
despojada de sus pertenencias y obligada a comenzar de nuevo. Ibídem, pág. 46.
31 En más de una ocasión, llegado el supremo momento último de la muerte, también fue
la que recogió sus despojos en algún campo de batalla olvidado. Cuando la invasión de
1814, el general prusiano York, que dirigía una ronda de noche, descubrió una mujer
arrodillada junto a un camino. Una merodeadora, sin duda ocupada en el saqueo y despojo
de los muertos —pensó para sí— y ordenó arrestarla. Pero la mujer, una cantinera del
6º Cuerpo, se levantó muy derecha y como una euménide gritó al prusiano: “¡¿Tengo el
derecho a enterrar a mi marido?!” (BOURGOGNE, Sargent: op. cit., pág. 210).
Revista de Historia Militar, 129 (2021), pp. 68-102. ISSN: 0482-5748