450 ANIVERSARIO DE LA BATALLA NAVAL DE LEPANTO
Pachá tiene a sus órdenes una armada homogénea, que sirve a un único sultán,
y también un objetivo claro y explícito. Chipre ya ha caído y Selim II le ha
ordenado buscar y destruir la escuadra de la Santa Liga. Nada hace pensar al
marino otomano que tanto el viento como la historia están a punto de cambiar
de dirección.
El camino de Juan de Austria hasta Lepanto ha sido mucho más difícil,
plagado de obstáculos políticos y logísticos que solo su inmensa energía ha
sido capaz de superar. No teme los riesgos del combate, y ha tenido ya ocasio-nes
para demostrarlo. Pero quizá tema defraudar a su rey, de quien sabe que
no tiene toda su confianza. ¿Qué pasa por su cabeza al contar las velas del
enemigo? ¿Recuerda entonces el joven príncipe las prudentes advertencias de
su mentor, García de Toledo, un gran marino que le ha aconsejado que evite
enfrentarse con los turcos en la mar si no cuenta con superioridad numérica?
¿Valora lo que podría ocurrir en la cristiandad si su heterogénea armada, a la
que se ha esforzado por cohesionar mezclando en cada escuadra galeras espa-ñolas,
venecianas y pontificias, no está a la altura de sus expectativas? ¿Siente
Juan de Austria sobre sus hombros el peso de la historia?
No sabemos si en algún momento llega a flaquear el ánimo del príncipe.
Pero sí tenemos constancia de lo que, en las horas previas a la más alta
ocasión que vieron los siglos, sienten muchos de sus subordinados. Así nos lo
cuenta Fernández Duro: «Todos los generales fueron en los esquifes a la Real
a tentar la energía del caudillo con la expresión del semblante tanto como con
las observaciones que a cada cual ocurrían. Los más oficiosos o apocados
insinuaron la conveniencia de la retirada; los indecisos propusieron la reunión
del Consejo...».
No es el valor lo que les falta a aquellos hombres. Pronto van a demos-trarlo
cumplidamente. Si acaso, les pesa lo mucho que está en juego. Los
venecianos, aún llenos de ira por la tortura y muerte de Bragadino, el
heroico defensor de Famagusta, saben que solo sus galeras se interponen
entre los otomanos y la Serenísima República. Es su patria lo que hoy
arriesgan. Los españoles son conscientes de los sacrificios que han sido
necesarios para poner en orden de combate una armada de esas dimensio-nes.
Saben que, si se perdiera, sería difícil repetir el esfuerzo y que sin esas
galeras el Mediterráneo sería un lago otomano. Para el papa, la derrota
significaría el fin de sus sueños de resucitar la cruzada y, posiblemente, la
amenaza de la Media Luna sobre la propia Roma. Llega la hora de las vaci-laciones
y hasta los más fuertes parecen doblarse ante el peso de la enorme
responsabilidad.
¿Todos? No. Como ocurre en la ficción con cierta aldea gala donde Obélix
reparte menhires, pero sin necesidad de poción mágica alguna, hay una excep-ción:
«Don Álvaro de Bazán, que acudió a la Real con unas ricas armas dora-das,
con muchas plumas en la cimera, galán y contento, a dar la enhorabuena
a Su Alteza por haber comparecido el turco». Continúa Fernández Duro: «El
312 Agosto-septiembre