450 ANIVERSARIO DE LA BATALLA NAVAL DE LEPANTO
En 1519 el jerife de La Meca quiso hacer una alianza con los otomanos, y
un corsario otomano, que había llegado a ser señor de Argel, presentó su
sumisión al sultán. Se trataba de Jeredín Barbarroja, futuro gran almirante y
verdadero fundador de la gran potencia naval otomana en el Mediterráneo.
Selim, autodenominado entonces «Protector del islam», había conseguido,
a partir de un estado que estaba a punto de la desintegración, establecer un
gran imperio (con el doble de territorios de los que había recibido), sobre tres
continentes, erigiéndose en el único heredero de Bizancio y de Bagdad al
mismo tiempo, y con la vista puesta en Irán y en la desaparición del sha. Un
imperio que, a pesar de su evidente decadencia a partir del siglo XVII, se va a
mantener por cuatro siglos.
Las bases del poder otomano
El secreto para fraguar aquel inmenso imperio turco, además de los prime-ros
logros militares, era el del éxito administrativo a partir de un sistema de
impuestos que valoraba muy bien lo que cada parte del imperio podía aportar.
Un sistema que hacía tributar desde el primer momento a las tierras recién
conquistadas como base para su consolidación dentro del imperio. Ante la
enorme cantidad de etnias, culturas y religiones de su enorme imperio, los
turcos tuvieron que hacer un gran esfuerzo de centralización e integración. La
cuestión era respetar las características de todas esas variantes, manteniendo
una cierta unidad en la superestructura del imperio.
Los turcos asimilaron varias tradiciones jurídicas y, muchas de ellas
completamente ajenas al mundo del islam, lo que obligó a sus dirigentes a
hacer algunas concesiones que pusieron de manifiesto el pragmatismo de los
dirigentes del nuevo estado. Se reconoció el derecho en vigor de los territorios
conquistados, con tal de que ese derecho se considerara indispensable para el
buen funcionamiento del Estado. Con este sistema, los sultanes sabían que
iban a encontrar menos oposición entre los vencidos, además de que la econo-mía
imponía, en algunos casos, el respeto a las tradiciones jurídicas anteriores
(por ejemplo, en las minas de oro y plata de los Balcanes). Eran, pues,
también razones de tipo económico las que dictaban esta cierta tolerancia.
Todo esto limitó algo la capacidad de los soberanos otomanos para ostentar
el poder como auténticos príncipes absolutos. Los turcos constituyeron unida-des
autónomas étnico-religiosas (que mantenían su propia lengua, religión y
organización interna) denominadas millet. Su jefe, con importantes atribucio-nes
en cuestiones de educación o justicia, por ejemplo, respondía de la lealtad
de la comunidad ante la autoridad turca centralizada.
La población total del imperio se ha estimado para principios del siglo XVI
en casi ocho millones de individuos. Y en ese estado multinacional y de dife-rentes
religiones, los dirigentes y la ley fundamental eran obligatoriamente
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